Kintsugi, cicatrices de oro
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Desde el momento de su creación, o incluso desde antes, un objeto acumula una historia. No se puede considerar nunca un objeto acabado. Algo antiguo lo es hoy algo menos que el próximo año, algo nuevo puede dejar de serlo por un rasguño. Las cosas evolucionan desde la nada y hacia la nada.
Al Shogun Ashikaga Yoshimasa se le rompió su cuenco de té favorito. Como
era un hombre muy poderoso decidió hacer lo imposible por reparar aquel objeto
y lo mandó al lugar en China donde se había fabricado, con la esperanza de que
aquellos artesanos le devolviesen la vida.
Esperó y esperó hasta la mañana en que volvió el cuenco. Pero entonces
el soberano sufrió la más grande de las decepciones. Se había reparado con unas
grapas de metal que no alcanzaban a unir las grietas y que lo inutilizaban para
su uso en la ceremonia del té, además de afearlo y privarlo de la delicadeza
que tanto apreciaba en él.
El Shogun Ashikaga era conocido por su determinación y haciendo gala de
esa cualidad siguió creyendo que la reparación era posible. Esta vez mandó a
artesanos japoneses que encontraran una solución, y que desarrollaran una
técnica para reparar cerámica que uniese perfectamente las juntas. Así nació el
Kintsugi, o reparación con barniz de oro y sus variantes, el Gintsugi, en el
que se usa plata y el Urushitsugi, que emplea laca urushi.
Que esta leyenda sea cierta o no carece de importancia, lo cierto es que
el Kintsugi logra, además de reparar la pieza, transmutar las heridas en la
principal característica a destacar del objeto.
Llegó a tener tanta popularidad esta técnica en el S. XVI, que se dice
que algún coleccionista rompía intencionadamente su cerámica para aspirar a
poseer un Kintsugi.
Actualmente las antigüedades reparadas mediante esta técnica son más
apreciadas que las que no se han roto nunca, es una especie de contrasentido
que sólo se entiende admirando las cicatrices de oro que surcan su superficie.
Llevemos esta imagen al terreno
de lo humano, al mundo del contacto con los seres que amamos y que, a veces,
lastimamos o nos lastiman.
¡Cuán importante resulta el enmendar!
Cuánto, también, el entender que los vínculos lastimados y nuestro corazón
maltrecho, pueden repararse con los hilos dorados del amor, y volverse más
fuertes.
La idea es que cuando algo valioso se
quiebra, una gran estrategia a seguir es no ocultar su fragilidad ni su
imperfección, y repararlo con algo que haga las veces de oro: fortaleza,
servicio, virtud...
La prueba de la imperfección y la fragilidad, pero también de la resiliencia
—la capacidad de recuperarse— son dignas de llevarse en alto.
La resiliencia es la
capacidad de afrontar la adversidad saliendo fortalecido y alcanzando un estado
de excelencia profesional y personal. Desde la Neurociencia se considera que las personas más
resilientes tienen mayor equilibrio emocional frente a las situaciones de estrés,
soportando mejor la presión. Esto les permite una sensación de control frente a
los acontecimientos y mayor capacidad para afrontar retos
La Resiliencia, es el convencimiento que tiene un
individuo o equipo en superar los obstáculos de manera exitosa sin pensar en la
derrota a pesar que los resultados estén en contra, al final surge un
comportamiento ejemplar a destacar en situaciones de incertidumbre con
resultados altamente positivos.